LOS 3 PACTOS - BEHAR
- judaismom
- 18 may 2022
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PARASHAT BEHAR
”En el Monte Sinaí“ – בהר
LEVÍTICO 25:1–26:2
Dios hace una declaración intrigante en el capítulo inicial de esta parashá:
“Además, la tierra no se venderá en forma permanente, pues la tierra es Mía; porque ustedes son sólo extranjeros y peregrinos para conmigo". (Levítico 25:23)
Hashem logrado una gran hazaña al traer a su pueblo a la tierra que les había prometido, y el Dios de Israel ahora deja en claro de manera inequívoca que la tierra sigue siendo suya. Deben permanecer como “extranjeros y advenedizos”, como lo fueron sus antepasados Abrahám, Isaac y Jacob. La palabra final del versículo, “conmigo”, nos presentan una clave para la solución de la paradoja. Él está indicando que el objetivo de su milagrosa llegada y posesión de la tierra prometida no era la tierra en sí misma, sino que debe ser vista como el lugar que Dios había escogido como su morada. Era un lugar para estar “con Dios”. Su enfoque y devoción inquebrantables debían permanecer principal y completamente en Aquel que prometió: el Propietario mismo.
Dios no dio la revelación de sí mismo y el don de su Torá en “la tierra que mana leche y miel”, sino en el desierto del Monte Sinaí. Esto iba a ser un recordatorio de que el verdadero hogar de sus corazones no era la tierra misma sino el reino sobre el cual él era Rey.
Antes de su amor y entrega a la tierra prometida como herencia eterna, debían ser ciudadanos leales del reino de los cielos. Esto plantea un desafío similar para nosotros hoy, como lo ha sido a lo largo de los siglos desde el Sinaí: ¿Dónde reside la lealtad más profunda de nuestros corazones? ¿De qué reino somos ciudadanos?
Una vez que hayamos entrado en el reino de Dios y hayamos aceptado de todo corazón su realeza, conferida a Yeshua nuestro Mesías, nosotros también somos libres de los faraones de este mundo. En el abrazo de nuestro Padre que está en los cielos, ningún otro poder puede reclamar legítimamente nuestras vidas. En un sentido muy real nos convertimos en "extranjeros" en este mundo. Ya no podemos identificarnos con los ideales y reglas de ninguna sociedad que entren en conflicto con los caminos y mandamientos de Dios, nuestro nuevo Maestro.
En la medida en que uno se siente distante, ajeno, extraño en este mundo de mentiras, en esa medida uno se siente cercas del cielo, mientras que lo opuesto también es verdadero.
El dominio del mundo es una ilusión. La realidad se mide en relación con la proximidad de uno al Cielo, a Dios. La meta de la teshuvá, (del arrepentimiento), es alejarse de las ataduras de este mundo, de los esclavistas que “se enseñorean” de sus súbditos y entrar en la libertad y la paz de servir al verdadero Amo, el Padre y Creador de todos.
TRES PACTOS
En las Sagradas Escrituras encontramos evidencia de tres pactos fundamentales establecidos por Dios con Abraham y su descendencia. Estos están entretejidos, cada uno dando sentido y plenitud al otro, y forjan un fuerte lazo de conexión entre Dios y su pueblo.
En un breve resumen:
EL PACTO ABRAHÁMICO
Esto es dado por gracia, uno no puede ganarlo. Se recibe en la fe; uno confía y cree en el Dador y acepta sus términos. Dios nos elige. Así como Dios eligió primero a Abraham, que vivía en una sociedad pagana de idólatras, así elige a cada individuo y le ofrece la oportunidad de unirse a la familia de Abraham, su “casa de fe”. Este pacto se extendia a Isaac y Jacob, e incluye la promesa de la tierra—el lugar donde Dios elegiría establecer su Nombre para siempre.
2. EL PACTO MOSAICO
Este pacto fue instituido en el Monte Sinaí con la casa de Abraham, la familia de Israel. Los forjó en una nación o reino, con Dios como su Rey. Dios, como un novio que ofrece amorosamente a su novia elegida una ketubah (documento de matrimonio), la cual presentó a su pueblo recién formado con su Palabra. Era una expresión de su amor y compromiso e incluía tanto bendición como castigo. El pacto se recibe por consentimiento y requiere obediencia voluntaria y amorosa.

3. EL PACTO RENOVADO
En el monte Sion, en la ciudad de su morada, Jerusalén, Dios irrumpió una vez más en la historia. Como profetizó Ezequiel: “Os daré un corazón nuevo, y pondré un espíritu nuevo dentro de vosotros. Y quitaré de vuestra carne el corazón de piedra y os daré un corazón de carne. Y pondré mi Espíritu dentro de vosotros, y haré que andéis en mis estatutos y cuidéis de obedecer mis preceptos” (Ezequiel 36:26–27).
El factor asombroso aquí fue que, en la persona de su Hijo y Mesías, Yeshua, Dios renovó y amplió su pueblo del pacto para incluir a “todos los que vendrán” de todas las naciones (Hechos 10:43–46).
Vemos que, en el monte Sinaí, la familia de Abraham, Isaac y Jacob se convirtió en un pueblo del pacto de Dios, una nación peculiar y particular. Simultáneamente se dieron indicaciones de que este pacto se extendería a todos los que lo recibieran. El shofar sería sonado y resonado a lo largo de los siglos como “buenas noticias” para todas las personas que tenían oídos para escuchar su llamado.
Shemot Rabá 5:9 comenta sobre Éxodo 20:18:
“Y todo el pueblo vio los truenos”: Rabí Iojanan dijo que la voz de Dios, a medida que se pronunciaba, se dividió en setenta voces, en setenta idiomas, para que todas las naciones entendieran”.
En otro lugar, los sabios dicen que las palabras emitidas por el SEÑOR podían verse visualmente como una sustancia ardiente que viajaba por el campamento y descansaba sobre cada individuo (Cantar de los Cantares Rabá 1:13).
El libro de los Hechos, en el capítulo 2, describe vívidamente la reunión de los discípulos de Yeshua en el Templo de Jerusalén para celebrar la Fiesta de Shavuot, que marcó la entrega de la Torá en el Monte Sinaí. Lo que entonces ocurrió en el Monte Sión fue una poderosa recreación y realización de los eventos del Sinaí. Experimentaron la nube de la Presencia de Dios, la sacudida del monte, la aparición de las llamas de su Espíritu de Santidad. Estaban rodeados y llenos de Su gloria y, como vasos rebosantes, proclamaron la Palabra de Dios en las lenguas de las setenta naciones.
Ahora, en el Hijo y por el poder del Espíritu Santo, todos los hombres pueden recibir, y todos los hombres pueden caminar en los caminos de bendición contenidos en la Palabra del Padre. La puerta de la gracia se abrió para que todos entraran en la familia de Abraham, Isaac e Israel por fe.
En el Maestro Yeshua, todos pueden ahora caminar tras él en obediencia voluntaria a las leyes del reino de Dios. Todos pueden ascender por el camino de la santidad a Sión, la Ciudad del Gran Rey.
LA PALABRA Y EL ESPÍRITU
La Palabra de Dios y el Espíritu de Dios están inseparablemente unidos; existen en perfecta armonía. Yeshua, el Verbo hecho carne, proclamó que todo lo que hizo fue en el poder del Espíritu. Cumplida su misión en la tierra, ascendió al Padre para que el don del Espíritu de Santidad se derramara para habitar en el pueblo de Dios:
“A este Yeshua resucitó Dios... Así que, exaltado por la diestra de Dios, y habiendo recibido del Padre la promesa del Espíritu Santo, ha derramado esto que vosotros veis y oís”. (Hechos 2:32–33)

La interacción del Espíritu y la Palabra resulta en armonía y paz—shalom: verdadera plenitud y perfección. Uno da expresión y significado al otro. Ciertamente nunca están en la oposición. Trabajan juntos para dar vida a la voluntad del Padre, para permitir que su gloria eterna brille en la oscuridad. Ellos preparan y muestran el camino y proveen todo lo necesario para establecer la bendición del reino de Dios en la tierra.
De nuestra parte, como elegidos y amados de Dios, sólo se requiere de nosotros tener oídos para escuchar su llamada a la intimidad de la alianza y, en respuesta a Su Espíritu, para creer y confiar en su Palabra con corazones humildes, agradecidos, solidarios y obedientes. Entonces se nos permite morar en la luz de la bendición de nuestro Padre y reflejarla poderosamente en la vida de los demás.

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